En medios

miércoles, 20 de marzo de 2013

Ciro Alegría: El César Vallejo que yo conocí



Corría el año 1917 y yo vivía con mis padres en una hacienda de la sierra del norte del Perú, situada exactamente en las últimas estribaciones andinas de la provincia de Huamachuco. Se llama Marcabal Grande y hasta esa hacienda llega ya, subiendo por el cañón abismal del río Marañón, el rescoldo cálido de la selva amazónica.

Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de hacendados, a quien su padre enseña en el momento oportuno a leer y escribir pasablemente y las artes más necesarias de nadar, cabalgar, tirar al lazo y no asustarse frente a los largos caminos y las tormentas. Alternaba mis trajines por el campo, –donde me placía de modo especial un paraje formado por cierto árbol grande y cierta piedra azul–, con lecturas de Andersen, Las mil y una noches y otros libros maravillosos, entre ellos un grueso volumen del naturalista Raimondi sobre viajes y exploraciones de la selva que me parecía igualmente fantástico. Yo soñaba con ir a la selva, pero no como un sabio a estudiarla sino como un pionero. Conquistaría ese mundo poblado de árboles innumerables y de indios bravos.



A los siete años de edad, tales eran mis conocimientos y mis anhelos, pero mis padres abrigaban ideas más amplias sobre mi preparación y un día me anunciaron que debía ir a Trujillo, una lejana ciudad de la costa, a estudiar. En compañía de un hermano menor de mi padre, que pasó con nosotros sus vacaciones, hice el largo viaje. Esos fueron para mí reveladores días en que trotamos a través de dos riscosas cadenas de los Andes, bajando muchas veces hasta valles cálidos ubicados en el fondo de las quebradas y los ríos y subiendo, otras tantas, hasta altos páramos rodeados de rocas contorsionadas. Vimos muchos pueblos y aldeas y nos golpearon frecuentemente los tenaces vientos y lluvias de marzo. Dado el fin de estas líneas, debo apuntar que estuvimos en la ciudad de Huamachuco, capital de nuestra provincia, y que saliendo de allí y al encaminarnos hacia una cordillera muy alta, se abrió el camino a la ciudad de Santiago de Chuco, capital de la provincia limítrofe, donde había nacido César Vallejo.

En ese largo viaje a caballo, que duró siete días sin contar el tiempo que pasamos en casa de amigos que mi padre tenía en la región, me impresionaron sobre todo las altas montañas de los Andes, la puna enhiesta, llena de soledad y silencio y una sobrecogedora dramaticidad que parece nacer de sus inmensas rocas que se parten, formando abismos de vértigo o trepan y trepan con un terco afán de altura que no se cansa de herir el toldo encapotado del cielo. A veces, el paisaje se dulcifica un poco, tiene bondad de árboles frutales en los valles y ternura de sombríos ondulantes en las laderas, pero todo ello no es sino una tregua, porque predominan las rijosas montañas que se desnudan subiendo a diez o quince mil o más pies de altura. En el alma de quien cruce los Andes o viva allí, persistirá siempre la impresión, que es como una herida, del paisaje abrupto hecho de elevadas mesetas, donde apenas crecen pajonales amarillentos, y de roquedales clamantes. Hay tristeza y, sobre todo, una angustia permanente y callada. Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o mestizos de indio y español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de pura ascendencia hispánica o los foráneos recién llegados, acaban por mostrar el sello de las influencias telúricas. Azotados por las inclemencias de la naturaleza y las inclemencias sociales, –en exponer éstas ya he empleado varios centenares de páginas– sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse con la eternidad.

Todo lo dicho viene a cuento porque, días después de aquel viaje, debía encontrar en mi profesor César Vallejo, a un hombre que procedía de esos extraños lados del mundo y los llevaba en sí. El caso es que llegamos a Trujillo, ciudad de la costa clara y soleada, agradablemente cálida. En su ambiente colonial, con trece iglesias de labrados altares y casas de grandes portones, patios amplios y balcones de estilo morisco, daban su nota de modernidad los automóviles que corrían por calles pavimentadas, la luz eléctrica, los trenes que traqueteaban y pitaban yendo y viniendo de los valles azucareros o el puerto próximo. Mi niñez, acostumbrada a la naturaleza virgen estaba muy asombrada de tanta máquina y del cine y otras cosas más, inclusive de la numerosa gente locuaz, que vestía a la moda. Hasta que un día, cuando mis piernas endurecidas y adoloridas por la cabalgata se agilizaron, mi abuela resolvió mandarme a clase.

Un circunspecto señor, cargado de años y sapiencia, estaba de visita en casa la noche de un domingo, y entonces escuché, por primera vez el nombre de Vallejo y las discusiones que provocaba. Se habló de que al día siguiente iniciaría mis estudios.

— Si tuviera un nieto, –opinó el señor en un tono de sugerencia– lo mandaría
al Seminario. Está regido por eclesiásticos y es muy conveniente...
Yo era todo oídos escuchando esa conversación que me revelaba mi destino de
estudiante. Mi abuela repuso con dignidad:
— Es que su padre ha escrito que se lo ponga en el Colegio Nacional de San
Juan. Es lo que ha dicho terminantemente. Todos los hombres de la familia se han
educado allí.
— ¿Y a qué año va a ingresar?
— Al primer año de primaria...
El anciano por poco dio un salto y luego dijo, muy excitado:
— ¡Mi señora!, esa ya no es cuestión de colegios sino de buen sentido... ¿Sabe
usted quién es el profesor de primer año en San Juan? ¿Lo sabe usted? Pues ese que
se dice poeta, ese César Vallejo, un hombre a quien le falta un tornillo...

“Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o mestizos
de indio y español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes [...] Azotados
por las inclemencias de la naturaleza y las inclemencias sociales [...] sufren un
dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse con la eternidad
[...] días después de aquel viaje, debía encontrar en mi profesor César Vallejo,
a un hombre que procedía de esos extraños lados del mundo y los llevaba en sí”.

— Al fin y al cabo... para enseñar el primer año... –dijo mi abuela tratando de
calmarlo.
Mas nuestro visitante estaba evidentemente resuelto a salvar del peligro a un
pobre niño indefenso como yo y argumentó:
— No, no, mi señora... Ese Vallejo, si no es un idiota, es cuando menos un
loco. ¿No podrían ponerlo en segundo año? Al entrar me sorprendió ver que el
niño estaba leyendo el periódico...
Mi presunto salvador puso una cara de desconsuelo cuando mi abuela apuntó:
— Sí, ya sabe leer y escribir aceptablemente, pero no las otras materias que se
enseñan en el primer año.
El anciano estaba evidentemente resuelto a agotar todos sus recursos para librar a
mi pobre cerebro de influencias perturbadoras y tomó un rumbo más pacificador.
— Pero no me va usted a discutir, señora mía, que en cuanto a educación y especialmente
en cuanto a religión se refiere, el Seminario es el mejor colegio. Está
adquiriendo mucho prestigio...
Y mi abuela:
— En San Juan también enseñan la religión, según el reglamento de estudios y
no son anticatólicos...
El señor abandonó la partida, pero sin duda para consolarse a sí mismo, se puso a hacer consideraciones fatales para el modernismo y no sé cuántos ismos más y luego echó rayos y centellas de carácter estético contra el arte de mi profesor, todo lo cual no entendí. Marchóse por fin, llevándose una expresión de discreta contrariedad y no sin desearme buena suerte en una forma entre esperanzada y compasiva.

Me fue difícil conciliar el sueño en medio de la inquietud que se apodera de un niño que irá a la escuela por primera vez y pensando en mi profesor, que según decían era poeta y a quien el severo anciano había llamado loco cuando no idiota. Mi compañero de viaje, que era también estudiante del mismo colegio, me llevó hasta el local.

— Por aquí no entran ustedes, –me dijo al llegar a una gran puerta sobre la cual
se leía la inscripción DIOS y LA PATRIA– esta puerta es para nosotros los de la
sección media. Vamos por allá...

Caminamos hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta que usaban los profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de pronto y mi tío presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre. Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me dijo: “Vente por acá”.

Entramos a un pequeño patio donde jugaban muchos niños. Hacia uno de los lados estaba el salón de los del primer año. Ya allí, se puso a levantar la tapa de las carpetas para ver las que estaban desocupadas, según había o no prendas en su interior, y me señaló una de la primera fila diciéndome:

— Aquí te vas a sentar... Pon adentro tus cositas... No, así no... Hay que ser
ordenado. La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu libro... También tu
gorrita...
Cuando dejé arregladas todas mis cosas, siguió:
— Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no quieren que se les
pregunte mucho... Pero tú vas a ser un buen niño, buen estudiante, ¿no es cierto?
Yo no sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no entendía
bien a qué se refería, pero contesté con ingenuidad:
— Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho...
El sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la
puerta. Llamó a uno de los chicuelos que estaban por allí jugando la pega y le dijo:
— Este es un niño nuevo: llévalo a jugar...
Entonces se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a mirarme
curiosamente, sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno viendo mis mejillas
coloradas, pues los habitantes de la costa tienen generalmente la cara pálida.
Los demás se echaron a reír. El chico encargado de llevarme a jugar, me preguntó
sabiamente:
— ¿Sabes jugar la pega?
Le dije que no, y él sentenció:
— Eres muy nuevo para saber jugar.



Me dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que armaban todos me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo parado junto a la puerta, moreno y enjuto, conversando con otro profesor gordo y de bigote erguido, buen hombre a quien yo también habría de llamar Champollion como hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás. No me atreví a ir hacia ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a un gran patio donde había muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí caminando y encontré otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por allí se hallaba mi tío. Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías. Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi sonrosado, quizá para templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido convento. Sonó la campana y yo no
supe volver a mi salón. Me perdí, entrando equivocadamente a otro. 

Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien, al notar mi ausencia, se había puestoa buscarme de salón en salón. Cogiéndome de la mano, me llevó con él. Aun recuerdo la sensación que me produjo su mano fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al azoro. Me quise soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos por los amplios corredores desiertos, me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:

— ¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un niñito como tú no
debe irse lejos de su salón ni de su patio... Este colegio es muy grande... ¿Estás
triste?

Llegamos a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. El pasó a ocupar su mesa, situada a la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de modo que hablaba casi junto a nosotros. En ese momento me di cuenta de que el profesor no se recortaba el pelo como todos los hombres sino que usaba una gran melena lacia, abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo, pregunté en voz baja a
mi compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?” “Porque es poeta”, me cuchicheó. La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto misteriosa y comencé a hacerme muchas preguntas que no podía contestar. El había de sacarme de mi perplejidad dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa. Era su modo de pedir atención. Anunció que iba a dictar la clase de geografía y, engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas manos la forma de la tierra, comenzó a decir:

— Niñosh... la Tierra esh redonda como una naranja... Eshta mishma Tierra en
que vivimosh y vemosh como shi fuera plana, esh redonda.

Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de la región.

Se levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la clase nos repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino también que giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y puesta del sol, la forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual vivimos fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi profesor. 

Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió la tiza que blanqueaba sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo correr entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a pararse de nuevo junto a la puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba con los otros profesores. Digo esto porque tenía un aire muy distraído.


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