Corría el año 1917 y yo vivía con mis padres en una hacienda
de la sierra del norte del Perú, situada exactamente en las últimas estribaciones
andinas de la provincia de Huamachuco. Se llama Marcabal Grande y hasta esa hacienda
llega ya, subiendo por el cañón abismal del río Marañón, el rescoldo cálido de
la selva amazónica.
Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de
hacendados, a quien su padre enseña en el momento oportuno a leer y escribir pasablemente
y las artes más necesarias de nadar, cabalgar, tirar al lazo y no asustarse
frente a los largos caminos y las tormentas. Alternaba mis trajines por el
campo, –donde me placía de modo especial un paraje formado por cierto árbol grande y cierta
piedra azul–, con lecturas de Andersen, Las mil y una noches y otros libros
maravillosos, entre ellos un grueso volumen del naturalista Raimondi sobre viajes y
exploraciones de la selva que me parecía igualmente fantástico. Yo soñaba con ir a la
selva, pero no como un sabio a estudiarla sino como un pionero. Conquistaría ese
mundo poblado de árboles innumerables y de indios bravos.
A los siete años de edad, tales eran mis conocimientos y mis
anhelos, pero mis padres abrigaban ideas más amplias sobre mi preparación y un
día me anunciaron que debía ir a Trujillo, una lejana ciudad de la costa, a
estudiar. En compañía de un hermano menor de mi padre, que pasó con nosotros sus
vacaciones, hice el largo viaje. Esos fueron para mí reveladores días en que
trotamos a través de dos riscosas cadenas de los Andes, bajando muchas veces hasta
valles cálidos ubicados en el fondo de las quebradas y los ríos y subiendo, otras
tantas, hasta altos páramos rodeados de rocas contorsionadas. Vimos muchos pueblos y
aldeas y nos golpearon frecuentemente los tenaces vientos y lluvias de marzo. Dado
el fin de estas líneas, debo apuntar que estuvimos en la ciudad de
Huamachuco, capital de nuestra provincia, y que saliendo de allí y al encaminarnos hacia
una cordillera muy alta, se abrió el camino a la ciudad de Santiago de Chuco,
capital de la provincia limítrofe, donde había nacido César Vallejo.
En ese largo viaje a caballo, que duró siete días sin contar
el tiempo que pasamos en casa de amigos que mi padre tenía en la región, me
impresionaron sobre todo las altas montañas de los Andes, la puna enhiesta,
llena de soledad y silencio y una sobrecogedora dramaticidad que parece nacer de sus
inmensas rocas que se parten, formando abismos de vértigo o trepan y trepan con un
terco afán de altura que no se cansa de herir el toldo encapotado del cielo. A
veces, el paisaje se dulcifica un poco, tiene bondad de árboles frutales en los valles y
ternura de sombríos ondulantes en las laderas, pero todo ello no es sino una
tregua, porque predominan las rijosas montañas que se desnudan subiendo a diez o
quince mil o más pies de altura. En el alma de quien cruce los Andes o viva allí,
persistirá siempre la impresión, que es como una herida, del paisaje abrupto
hecho de elevadas mesetas, donde apenas crecen pajonales amarillentos, y de roquedales
clamantes. Hay tristeza y, sobre todo, una angustia permanente y callada.
Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o mestizos de
indio y español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de
pura ascendencia hispánica o los foráneos recién llegados, acaban por mostrar el sello
de las influencias telúricas. Azotados por las inclemencias de la naturaleza y
las inclemencias sociales, –en exponer éstas ya he empleado varios centenares de
páginas– sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse
con la eternidad.
Todo lo dicho viene a cuento porque, días después de aquel
viaje, debía encontrar en mi profesor César Vallejo, a un hombre que procedía de
esos extraños lados del mundo y los llevaba en sí. El caso es que llegamos a
Trujillo, ciudad de la costa clara y soleada, agradablemente cálida. En su ambiente
colonial, con trece iglesias de labrados altares y casas de grandes portones, patios
amplios y balcones de estilo morisco, daban su nota de modernidad los automóviles que
corrían por calles pavimentadas, la luz eléctrica, los trenes que traqueteaban
y pitaban yendo y viniendo de los valles azucareros o el puerto próximo. Mi niñez,
acostumbrada a la naturaleza virgen estaba muy asombrada de tanta máquina y
del cine y otras cosas más, inclusive de la numerosa gente locuaz, que vestía a la
moda. Hasta que un día, cuando mis piernas endurecidas y adoloridas por la
cabalgata se agilizaron, mi abuela resolvió mandarme a clase.
Un circunspecto señor, cargado de años y sapiencia, estaba
de visita en casa la noche de un domingo, y entonces escuché, por primera vez el
nombre de Vallejo y las discusiones que provocaba. Se habló de que al día
siguiente iniciaría mis estudios.
— Si tuviera un nieto, –opinó el señor en un tono de
sugerencia– lo mandaría
al Seminario. Está regido por eclesiásticos y es muy conveniente...
Yo era todo oídos escuchando esa conversación que me
revelaba mi destino de
estudiante. Mi abuela repuso con dignidad:
— Es que su padre ha escrito que se lo ponga en el Colegio
Nacional de San
Juan. Es lo que ha dicho terminantemente. Todos los hombres
de la familia se han
educado allí.
— ¿Y a qué año va a ingresar?
— Al primer año de primaria...
El anciano por poco dio un salto y luego dijo, muy excitado:
— ¡Mi señora!, esa ya no es cuestión de colegios sino de
buen sentido... ¿Sabe
usted quién es el profesor de primer año en San Juan? ¿Lo
sabe usted? Pues ese que
se dice poeta, ese César Vallejo, un hombre a quien le falta
un tornillo...
“Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos
indios o mestizos
de indio y español, son silenciosos y duros y se parecen a
los Andes [...] Azotados
por las inclemencias de la naturaleza y las inclemencias
sociales [...] sufren un
dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse
con la eternidad
[...] días después de aquel viaje, debía encontrar en mi
profesor César Vallejo,
a un hombre que procedía de esos extraños lados del mundo y
los llevaba en sí”.
— Al fin y al cabo... para enseñar el primer año... –dijo mi
abuela tratando de
calmarlo.
Mas nuestro visitante estaba evidentemente resuelto a salvar
del peligro a un
pobre niño indefenso como yo y argumentó:
— No, no, mi señora... Ese Vallejo, si no es un idiota, es
cuando menos un
loco. ¿No podrían ponerlo en segundo año? Al entrar me sorprendió
ver que el
niño estaba leyendo el periódico...
Mi presunto salvador puso una cara de desconsuelo cuando mi
abuela apuntó:
— Sí, ya sabe leer y escribir aceptablemente, pero no las
otras materias que se
enseñan en el primer año.
El anciano estaba evidentemente resuelto a agotar todos sus
recursos para librar a
mi pobre cerebro de influencias perturbadoras y tomó un
rumbo más pacificador.
— Pero no me va usted a discutir, señora mía, que en cuanto
a educación y especialmente
en cuanto a religión se refiere, el Seminario es el mejor
colegio. Está
adquiriendo mucho prestigio...
Y mi abuela:
— En San Juan también enseñan la religión, según el
reglamento de estudios y
no son anticatólicos...
El señor abandonó la partida, pero sin duda para consolarse
a sí mismo, se puso a hacer consideraciones fatales para el modernismo y no sé
cuántos ismos más y luego echó rayos y centellas de carácter estético contra el
arte de mi profesor, todo lo cual no entendí. Marchóse por fin, llevándose una expresión
de discreta contrariedad y no sin desearme buena suerte en una forma entre
esperanzada y compasiva.
Me fue difícil conciliar el sueño en medio de la inquietud
que se apodera de un niño que irá a la escuela por primera vez y pensando en mi
profesor, que según decían era poeta y a quien el severo anciano había llamado
loco cuando no idiota. Mi compañero de viaje, que era también estudiante del mismo
colegio, me llevó hasta el local.
— Por aquí no entran ustedes, –me dijo al llegar a una gran
puerta sobre la cual
se leía la inscripción DIOS y LA PATRIA– esta puerta es para
nosotros los de la
sección media. Vamos por allá...
Caminamos hasta la esquina y, volteando, se abrió a media
cuadra la puerta que usaban los profesores y alumnos de la sección primaria. Nos
detuvimos de pronto y mi tío presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a
la puerta estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un
árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el
intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi
nombre. Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me
dijo: “Vente por acá”.
Entramos a un pequeño patio donde jugaban muchos niños.
Hacia uno de los lados estaba el salón de los del primer año. Ya allí, se
puso a levantar la tapa de las carpetas para ver las que estaban desocupadas, según había o
no prendas en su interior, y me señaló una de la primera fila diciéndome:
— Aquí te vas a sentar... Pon adentro tus cositas... No, así
no... Hay que ser
ordenado. La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu
libro... También tu
gorrita...
Cuando dejé arregladas todas mis cosas, siguió:
— Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no
quieren que se les
pregunte mucho... Pero tú vas a ser un buen niño, buen
estudiante, ¿no es cierto?
Yo no sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de
modo que no entendía
bien a qué se refería, pero contesté con ingenuidad:
— Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho...
El sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me
condujo hasta la
puerta. Llamó a uno de los chicuelos que estaban por allí
jugando la pega y le dijo:
— Este es un niño nuevo: llévalo a jugar...
Entonces se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales
se pusieron a mirarme
curiosamente, sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno
viendo mis mejillas
coloradas, pues los habitantes de la costa tienen
generalmente la cara pálida.
Los demás se echaron a reír. El chico encargado de llevarme
a jugar, me preguntó
sabiamente:
— ¿Sabes jugar la pega?
Le dije que no, y él sentenció:
— Eres muy nuevo para saber jugar.
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Me dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y
el bullicio que armaban todos me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor
y lo vi de nuevo parado junto a la puerta, moreno y enjuto, conversando con
otro profesor gordo y de bigote erguido, buen hombre a quien yo también habría de
llamar Champollion como hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás.
No me atreví a ir hacia ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a
un gran patio donde había muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí
caminando y encontré otro patio, donde los estudiantes eran más grandes.
Por allí se hallaba mi tío. Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías.
Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi sonrosado, quizá para
templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido convento. Sonó
la campana y yo no
supe volver a mi salón. Me perdí, entrando equivocadamente a
otro.
Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien, al notar mi
ausencia, se había puestoa buscarme de salón en salón. Cogiéndome de la mano, me
llevó con él. Aun recuerdo la sensación que me produjo su mano fría, grande y
nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al azoro. Me quise
soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos por los amplios corredores
desiertos, me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:
— ¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un
niñito como tú no
debe irse lejos de su salón ni de su patio... Este colegio
es muy grande... ¿Estás
triste?
Llegamos a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. El
pasó a ocupar su mesa, situada a la misma altura de nuestras carpetas y muy
cerca de ellas, de modo que hablaba casi junto a nosotros. En ese momento me di
cuenta de que el profesor no se recortaba el pelo como todos los hombres sino que
usaba una gran melena lacia, abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo,
pregunté en voz baja a
mi compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?”
“Porque es poeta”, me cuchicheó. La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto
misteriosa y comencé a hacerme muchas preguntas que no podía contestar. El había
de sacarme de mi perplejidad dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa.
Era su modo de pedir atención. Anunció que iba a dictar la clase de geografía y,
engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas manos la forma de la
tierra, comenzó a decir:
— Niñosh... la Tierra esh redonda como una naranja... Eshta
mishma Tierra en
que vivimosh y vemosh como shi fuera plana, esh redonda.
Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que
así suelen pronunciarlas los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que
por tal característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de
la región.
Se levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y
durante toda la clase nos repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente
sino también que giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y
puesta del sol, la forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras
más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual vivimos
fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi profesor.
Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió la tiza
que blanqueaba sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo correr
entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a pararse de nuevo junto a la puerta
y estuvo allí haciendo como que conversaba con los otros profesores. Digo esto
porque tenía un aire muy distraído.
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