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jueves, 11 de abril de 2013

El Inca Garcilaso y la lengua general

En homenaje al Mes de las Letras, compartimos un  artículo del escritor peruano Mario Vargas LLosa, Premio Nobel de Literatura 2010, sobre la vida y obra del Inca Garcilaso de la Vega, el primer escritor mestizo peruano, autor de los Comentarios reales de los incas.





Por Mario Vargas LLosa

Hijo de un conquistador español y de una princesa inca, nacido en el Cusco el 12 de abril de 1539, la infancia y juventud de Gómez Suárez de Figueroa transcurrieron en una circunstancia privilegiada: el gran trauma de la conquista y destrucción del Incario era reciente, se conservaba intacto en el recuerdo de indios y españoles, y los fastos y desganos de la colonización, con sus luchas sangrientas, enconos, quimeras, proezas e iniquidades tenían lugar poco menos que ante los ojos del joven mestizo y bastardo cuya conciencia se impregnó de aquellas imágenes sobre las que su memoria volvería medio siglo después, ávidamente.


A los veinte años, en 1560, Gómez Suárez de Figueroa partió a España, adonde llegó luego de un larguísimo viaje que lo hizo cruzar la Cordillera de los Andes, los arenales de la costa peruana el mar Pacífico, el Caribe, el Atlántico y las ciudades de Panamá,  Lisboa y, finalmente, Sevilla. Fue a la corte con un propósito concreto: reivindicar los servicios prestados por su padre, el capitán Garcilaso de la Vega, en la conquista de América y obtener por ello, de la corona, las mercedes correspondientes.Sus empeños ante el Consejo de Indias fracasaron, por las volubles lealtades de aquel capitán, a quien perdió la acusación de haber prestado su caballo al rebelde Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina  episodio que lo atormentaría siempre y que el joven mestizo trató luego de refutar o atenuar, en sus libros. Rumiando su frustración, fue a sepultarse en un pueblecito cordobés, Montilla, donde pasó muchos años en total oscuridad. Salió de allí, por breve tiempo, para combatir entre marzo y diciembre de1570, en la mesnada del Marqués de Priego, contra la rebelión de los moriscos en las Alpujanas de Granada donde ganó, sin mucho esfuerzo, sus galones de capitán.

En Montilla, luego en Córdoba, amparado por sus parientes paternos, vivió una existencia ordenada de la que sabemos, apenas, su afición a los caballos, que embarazó a una criada, la que le dio un hijo, que apadrinó abundantes bautismos y negoció unos censos nada menos que con don Luis de Góngora. Y, lo más importante, que se dedicó a leer y estudiar con provecho y vocación pues, cuando, en 1570, aparezca su primer  libro, una delicada traducción del italiano al español de un libro de teología y filosofía neoplatónica, los Diálogos de amor, de León Hebreo, el cusqueño de Montilla, que para entonces ha cambiado su nombre por el de Inca Garcilaso de la Vega, se ha vuelto un fino espíritu, impregnado de cultura renacentista y dueño de una prosa tan limpia como el aire de las alturas andinas. El libro fue prohibido por la Inquisición, y el Inca, cauteloso, se apresuró a dar la razón a los inquisidores admitiendo que no era bueno que semejante obra circulara en lengua vulgar "porque no era para vulgo".

Para entonces, estaba empeñado en una empresa intelectual de mayor calado: la historia de la expedición española a la Florida, capitaneada por Hernando de Soto y, luego, por Luis de Moscoso, entre 1539 y 1543, aprovechando los recuerdos del capitán Gonzalo Silvestre, un viejo soldado que participó en aquella aventura y a quien Garcilaso había conocido en el Cusco. Aunque, en sus páginas, el Inca alega, dentro de los tópicos narrativos de la época, ser un mero escribiente de los recuerdos de Silvestre y de otros testigos e historiadores de aquella desventurada expedición, La Florida del Inca, impresa en Lisboa en 1605, es, en verdad, una ambiciosa relación de arquitectura novelesca, impregnada de referencias clásicas y escrita con la alianza de peripecias, dramatismo, destellos épicos y colorido de las mejores narraciones caballerescas. Este texto basta para hacer de él uno de los mejores prosistas del Siglo de Oro.

En La Florida, el Inca dice, defendiéndose de una imputación que caerá sobre él en el futuro -ser más un literato que un historiador-: "Toda mi vida, sacada la buena poesía, fui enemigo de ficciones, como son libros de caballerías y otros semejantes" (I,II, L XXV). No tenemos por qué dudar de su palabra ni de sus buenas intenciones de historiador. Pero acaso podamos decir que, en su tiempo, las fronteras entre historia y literatura, entre realidad y ficción, eran imprecisas y desaparecían con frecuencia. Eso ocurre, más que en ninguna otra de sus obras, en La Florida, una historia que Garcilaso conoció a través de los recuerdos -materia subjetiva a más no poder- de un viejo soldado empeñado en destacar su protagonismo en la aventura, y de apenas un par de testimonios escritos. En verdad, aunque la materia prima de La Florida sea historia cierta, su proyección en el libro de Garcilaso, de prosa cautivadora y diestro manejo narrativo, idealiza el relato verídico hasta trastocarlo en narración épica, en una hermosa ficción histórica, la primera de raigambre hispanoamericana.

Aunque contó con el testimonio del capitán Gonzalo Silvestre, que había participado en la conquista de la Florida en la expedición de Hernando de Soto, y consultó las relaciones de dos testigos presenciales -Juan Coles y Alonso de Carmona - Garcilaso no pisó aquellas tierras, ni conoció aquellos nativos, ni las lenguas que hablaban, de modo que, pese a sus esfuerzos por ceñirse a la verdad histórica, en La Florida del Inca debió recurrir a menudo a su imaginación para llenar los vacíos y colorear con detalles, precisiones y anécdotas la empresa que narraba. Lo hizo con la eficacia y el talento de los mejores narradores de su tiempo. Se ha dicho que el modelo de esta primera obra de aliento del Inca Garcilaso fueron las novelas de caballerías y esta realidad salta a la vista cuando se coteja este hermoso libro con las épicas aventuras de  Amadises, Espliandanes o Tristán de Leonis.

Son caballerescos los discursos, literarios y altisonantes, que intercambian indios y españoles y la vocación ceremonial que comparten, de lo que es ejemplo eximio la perorata del cacique Vitachuco a sus hermanos que van a persuadirlo de que acepte la paz (II, I, XXI). Los nativos de la Florida tienen el mismo sentido puntilloso de la honra y el honor de los castellanos, la noción renacentista del valor, la reputación, las apariencias, la predisposición a los desplantes y gestos teatrales, y son feroces en sus castigos contra las adúlteras en tanto que no parece enojarlos en absoluto el caso de los adúlteros. Ocurre, como dice Luis Loayza, que "Los indios son en realidad españoles disfrazados; no sólo su estilo sino todas sus ideas son europeas. Cabe suponer que es Garcilaso quien habla por ellos y los hace exponer sus propias opiniones sobre el honor, la fama, la lealtad, el valor, la religión natural, tal vez las injusticias de la conquista"  (1).

Los nombres de los caciques suenan más a vasco que a aborigen (Hirrihigua, Mucozo, Unibanacuxi) y hay en La Florida algunos animales legendarios, como el lebrel Bruto que captura a cuatro indios en la provincia de Ocali. Las cifras del relato son exageradas, a menudo irreales y esta inflación imaginaria afecta también a personajes y sucesos. Pero no hay que reprochárselo, pues de estas licencias resultan algunas de las delicias del libro. Por ejemplo, esta descripción del curaca obeso: "Era Capasi hombre grosísimo de cuerpo, tanto que, por la demasiada gordura y por los achaques e impedimentos que ella suele  causar, estaba de tal manera impedido que no podía dar un solo paso ni tenerse en pie. Sus indios lo traían en andas doquiera que hubiese de ir, y lo poco que andaba por su casa era a gatas" (II, II, XI). Ni siquiera falta en esta historia caballeresca una aventura sentimental: la del sevillano Diego de Guzmán, enamoradizo y tahur, que, prendado de una india,  hija del curaca Naguatex, a la que pierde en el juego, decide quedarse a vivir entre los indios antes que desprenderse de su amada.

Por lo demás, el Inca no se siente limitado a referir los hechos. Va más allá y describe lo que sus personajes imaginan, algo que no es prerrogativa de historiador sino de novelista. Al cacique Vitachuco "Ya le parecía verse adorar de las naciones comarcanas y de todo aquel gran reino por los haber libertado y conservado sus vidas y haciendas: imaginaba ya oir los loores y alabanzas que los indios, por hecho tan famoso y con grandes aclamaciones le habían de dar. Fantaseaba los cantares que las mujeres y niños en sus corros, bailando delante de él, habían de cantar, compuestos en loor y memoria de sus proezas, cosa muy usada entre aquellos indios" (II,I, XXIII).

(1)     Luis Loayza, El Sol de Lima- Lima, Mosca Azul Editores, 1974, p. 405 


Fuente Instituto Cervantes.

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