En homenaje al Mes de las Letras, compartimos un artículo del escritor peruano Mario Vargas LLosa, Premio Nobel de Literatura 2010, sobre la vida y obra del Inca Garcilaso de la Vega, el primer escritor mestizo peruano, autor de los Comentarios reales de los incas.
Por Mario Vargas LLosa
Hijo de un conquistador español y
de una princesa inca, nacido en el Cusco el 12 de abril de 1539, la infancia y
juventud de Gómez Suárez de Figueroa transcurrieron en una circunstancia
privilegiada: el gran trauma de la conquista y destrucción del Incario era
reciente, se conservaba intacto en el recuerdo de indios y españoles, y los
fastos y desganos de la colonización, con sus luchas sangrientas, enconos,
quimeras, proezas e iniquidades tenían lugar poco menos que ante los ojos del
joven mestizo y bastardo cuya conciencia se impregnó de aquellas imágenes sobre
las que su memoria volvería medio siglo después, ávidamente.
A los veinte años, en 1560, Gómez Suárez de Figueroa partió
a España, adonde llegó luego de un larguísimo viaje que lo hizo cruzar la
Cordillera de los Andes, los arenales de la costa peruana el mar Pacífico, el
Caribe, el Atlántico y las ciudades de Panamá, Lisboa y, finalmente, Sevilla. Fue a la corte
con un propósito concreto: reivindicar los servicios prestados por su padre, el
capitán Garcilaso de la Vega, en la conquista de América y obtener por ello, de
la corona, las mercedes correspondientes.Sus empeños ante el Consejo de Indias fracasaron, por las
volubles lealtades de aquel capitán, a quien perdió la acusación de haber
prestado su caballo al rebelde Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina episodio que lo atormentaría siempre y que el
joven mestizo trató luego de refutar o atenuar, en sus libros. Rumiando su
frustración, fue a sepultarse en un pueblecito cordobés, Montilla, donde pasó
muchos años en total oscuridad. Salió de allí, por breve tiempo, para combatir
entre marzo y diciembre de1570, en la mesnada del Marqués de Priego, contra la
rebelión de los moriscos en las Alpujanas de Granada donde ganó, sin mucho
esfuerzo, sus galones de capitán.
En Montilla, luego en Córdoba, amparado por
sus parientes paternos, vivió una existencia ordenada de la que sabemos,
apenas, su afición a los caballos, que embarazó a una criada, la que le dio un
hijo, que apadrinó abundantes bautismos y negoció unos censos nada menos que con
don Luis de Góngora. Y, lo más importante, que se dedicó a leer y estudiar con
provecho y vocación pues, cuando, en 1570, aparezca su primer libro, una delicada traducción del italiano
al español de un libro de teología y filosofía neoplatónica, los Diálogos de
amor, de León Hebreo, el cusqueño de Montilla, que para entonces ha cambiado su
nombre por el de Inca Garcilaso de la Vega, se ha vuelto un fino espíritu,
impregnado de cultura renacentista y dueño de una prosa tan limpia como el aire
de las alturas andinas. El libro fue prohibido por la Inquisición, y el Inca, cauteloso,
se apresuró a dar la razón a los inquisidores admitiendo que no era bueno que semejante
obra circulara en lengua vulgar "porque no era para vulgo".
Para entonces, estaba empeñado en una empresa intelectual de
mayor calado: la historia de la expedición española a la Florida, capitaneada
por Hernando de Soto y, luego, por Luis de Moscoso, entre 1539 y 1543, aprovechando
los recuerdos del capitán Gonzalo Silvestre, un viejo soldado que participó en
aquella aventura y a quien Garcilaso había conocido en el Cusco. Aunque, en sus
páginas, el Inca alega, dentro de los tópicos narrativos de la época, ser un
mero escribiente de los recuerdos de Silvestre y de otros testigos e
historiadores de aquella desventurada expedición, La Florida del Inca, impresa
en Lisboa en 1605, es, en verdad, una ambiciosa relación de arquitectura novelesca,
impregnada de referencias clásicas y escrita con la alianza de peripecias, dramatismo,
destellos épicos y colorido de las mejores narraciones caballerescas. Este texto
basta para hacer de él uno de los mejores prosistas del Siglo de Oro.
En La Florida, el Inca dice, defendiéndose de una imputación
que caerá sobre él en el futuro -ser más un literato que un historiador-:
"Toda mi vida, sacada la buena poesía, fui enemigo de ficciones, como son
libros de caballerías y otros semejantes" (I,II, L XXV). No tenemos por
qué dudar de su palabra ni de sus buenas intenciones de historiador. Pero acaso
podamos decir que, en su tiempo, las fronteras entre historia y literatura,
entre realidad y ficción, eran imprecisas y desaparecían con frecuencia. Eso ocurre,
más que en ninguna otra de sus obras, en La Florida, una historia que Garcilaso
conoció a través de los recuerdos -materia subjetiva a más no poder- de un
viejo soldado empeñado en destacar su protagonismo en la aventura, y de apenas
un par de testimonios escritos. En verdad, aunque la materia prima de La
Florida sea historia cierta, su proyección en el libro de Garcilaso, de prosa
cautivadora y diestro manejo narrativo, idealiza el relato verídico hasta
trastocarlo en narración épica, en una hermosa ficción histórica, la primera de
raigambre hispanoamericana.
Aunque contó con el testimonio del capitán Gonzalo
Silvestre, que había participado en la conquista de la Florida en la expedición
de Hernando de Soto, y consultó las relaciones de dos testigos presenciales
-Juan Coles y Alonso de Carmona - Garcilaso no pisó aquellas tierras, ni
conoció aquellos nativos, ni las lenguas que hablaban, de modo que, pese a sus
esfuerzos por ceñirse a la verdad histórica, en La Florida del Inca debió
recurrir a menudo a su imaginación para llenar los vacíos y colorear con
detalles, precisiones y anécdotas la empresa que narraba. Lo hizo con la eficacia
y el talento de los mejores narradores de su tiempo. Se ha dicho que el modelo de
esta primera obra de aliento del Inca Garcilaso fueron las novelas de
caballerías y esta realidad salta a la vista cuando se coteja este hermoso
libro con las épicas aventuras de Amadises, Espliandanes o Tristán de Leonis.
Son caballerescos los discursos, literarios y altisonantes,
que intercambian indios y españoles y la vocación ceremonial que comparten, de
lo que es ejemplo eximio la perorata del cacique Vitachuco a sus hermanos que
van a persuadirlo de que acepte la paz (II, I, XXI). Los nativos de la Florida
tienen el mismo sentido puntilloso de la honra y el honor de los castellanos,
la noción renacentista del valor, la reputación, las apariencias, la
predisposición a los desplantes y gestos teatrales, y son feroces en sus castigos
contra las adúlteras en tanto que no parece enojarlos en absoluto el caso de
los adúlteros. Ocurre, como dice Luis Loayza, que "Los indios son en
realidad españoles disfrazados; no sólo su estilo sino todas sus ideas son europeas.
Cabe suponer que es Garcilaso quien habla por ellos y los hace exponer sus
propias opiniones sobre el honor, la fama, la lealtad, el valor, la religión
natural, tal vez las injusticias de la conquista" (1).
Los nombres de los caciques suenan más a vasco que a
aborigen (Hirrihigua, Mucozo, Unibanacuxi) y hay en La Florida algunos animales
legendarios, como el lebrel Bruto que captura a cuatro indios en la provincia
de Ocali. Las cifras del relato son exageradas, a menudo irreales y esta
inflación imaginaria afecta también a personajes y sucesos. Pero no hay que
reprochárselo, pues de estas licencias resultan algunas de las delicias del
libro. Por ejemplo, esta descripción del curaca obeso: "Era Capasi hombre grosísimo
de cuerpo, tanto que, por la demasiada gordura y por los achaques e impedimentos
que ella suele causar, estaba de tal
manera impedido que no podía dar un solo paso ni tenerse en pie. Sus indios lo
traían en andas doquiera que hubiese de ir, y lo poco que andaba por su casa
era a gatas" (II, II, XI). Ni siquiera falta en esta historia caballeresca
una aventura sentimental: la del sevillano Diego de Guzmán, enamoradizo y tahur,
que, prendado de una india, hija del
curaca Naguatex, a la que pierde en el juego, decide quedarse a vivir entre los
indios antes que desprenderse de su amada.
Por lo demás, el Inca no se siente limitado a referir los
hechos. Va más allá y describe lo que sus personajes imaginan, algo que no es
prerrogativa de historiador sino de novelista. Al cacique Vitachuco "Ya le
parecía verse adorar de las naciones comarcanas y de todo aquel gran reino por
los haber libertado y conservado sus vidas y haciendas: imaginaba ya oir los
loores y alabanzas que los indios, por hecho tan famoso y con grandes
aclamaciones le habían de dar. Fantaseaba los cantares que las mujeres y niños
en sus corros, bailando delante de él, habían de cantar, compuestos en loor y memoria
de sus proezas, cosa muy usada entre aquellos indios" (II,I, XXIII).
(1)
Luis
Loayza, El Sol de Lima- Lima, Mosca Azul Editores, 1974, p. 405
Fuente Instituto Cervantes.
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